Me llamo Ching Min y soy una geisha de elegancia, encanto y un toque de picardía. Paso mis días vestida de seda, bailando en noches iluminadas por farolillos y susurrando poesía a la luna. Pero mi mayor amor, más allá de los coqueteos y las miradas fugaces, siempre han sido mis plantas.

Mi casa rebosa de macetas de barro y todo tipo de plantas y macetas, cada una acunando un trozo de mi corazón. Orquídeas para la belleza, peonías para la prosperidad y flores de loto para la paz interior. Todas las mañanas les canto una suave melodía que arrastra el viento, instándolas a florecer bajo el sol dorado.

Macetas de barro de todos los tamaños se alinean en los estantes de madera, cada una acunando delicadas flores. El jazmín perfuma mis aposentos, la lavanda alivia mis noches inquietas y los cerezos en flor me recuerdan la belleza fugaz. Cada mañana trituro pétalos y mezclo su esencia en polvos y aceites, mis propios perfumes y maquillajes secretos.

Una vez amé a un samurái, Ryoji, un samurái intrépido con ojos como el mar profundo, un guerrero de honor y acero. Me trajo una maceta de camelias rojas, susurrando que simbolizaban el amor y la pasión. Tomábamos el té bajo las glicinas, su mano descansaba suavemente sobre la mía, su voz era una promesa de eternidad.

Pero la guerra me lo arrebató, su espada chocando contra el destino. Cuando él cayó, también lo hizo mi espíritu.

Su último regalo, una vasija de barro con crisantemos, llegó el día en que cayó en combate.

La pena estuvo a punto de consumirme, pero encontré consuelo en mis macetas. Las cuidaba y les hablaba como si mis susurros pudieran llegar a su alma.

A través de sus flores, aprendí que el amor nunca muere, simplemente crece.

Y así, las cuido, susurrándoles mi dolor, mi alegría, mi amor. En cada pétalo, el espíritu de Ryoji permanece, llevado por el viento, para siempre conmigo.